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Con este blog pretendo rellenar los huecos de este apartamento\"apartamiento" de hastío, absurdidad y diminutos espacios de imágenes, palabras y sonidos. Quizá este blog -como apartamento\"apartamiento" de espera de espacios vacíos- sólo gire en torno a una imágen de Stroszek subiéndose a un teleférico extranjero mientras su coche gira sin parar, mientras unos animales reales empiezan a bailar dentro de máquinas siguiendo simples melodías. Puede que Stroszek se monte en el teleférico para, simplemente, llegar al apartamento\"apartamiento" de C.C. Baxter y jugar una continua partida de cartas sólo, mientras Baxter espera en la cocina con una raqueta de tenis a que la pasta esté preparada. Quizá no. Puede que no; puede que sólo se quiera ir con su escopeta.
Éste es el blog como edificio. Lo demás irá apareciendo, y sólo será una prueba de reconocimiento de este espacio deshabitado, de este apartamento\"apartamiento" de cotidianeidad.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Filosofía y literatura en el circo volador de los Monty Python

Esta entrada empezó a ser escrita hace cuatro años, cuando empezaba la carrera de filosofía en Valladolid. Alguien me envió el video de El partido de filósofos de los Monty Python. Había visto antes las tres primeras y delirantes temporadas de su circo volador. Pero nunca ese video. No se me fueron de la cabeza en varios días algunos momentos: la sorprendente entrada de Beckenbauer en la alineación de la selección alemana, los árbitros del partido... La filosofía nunca me había parecido tan divertida.
Entonces empecé a buscar el episodio entre mis discos del circo volador. Era incapaz de encontrarlo. Pero llegó el día en que un amigo me dijo que ese episodio no estaba dentro de ninguna de las temporadas originales, sino que pertenecía al Monty Python's Fliegender Zirkus -dos temporadas del circo volador para la televisión alemana-. Entonces lo descargué de manera ilegal. Desde ese día lo veo de vez en cuando. La última vez hace cuarenta y tres minutos. Me he vuelto a reir.



Y como me he vuelto a reir, busqué otro de mis sketches "predilectos" -hablando en términos juanmanuelpradianos (por cierto, tengo que dedicar una entrada a su programa Lágrimas en la lluvia, también desternillante)-. Es un pequeño resumen de En busca del tiempo perdido de Proust. De nuevo he reído.



ACLARACIÓN: Juan Manuel de Prada no me gusta.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Banda Aparte -o mi buen reencuentro con Godard (me parecía algo imposible)

Bande á Part



Nunca me he llevado bien con Godard. Nunca me ha gustado su pseudo-lírica, su pseudo-filosofía, su pseudo-literatura. Tampoco su continuo alarde de conocimientos vacíos. Tampoco su pretenciosidad estomagante. Ver una película de Godard me resultaba siempre irritante, insoportable, aburrida. Aún recuerdo la noche en que me dormí a los diez minutos de empezar a ver El desprecio. Ni Los Carabineros, ni Nuestra Música, ni su Historia del cine. Quizá sólo he disfrutado -y no demasiado- con ciertos trozos de Al final de la escapada y de Pierrot "Le Fou".
Nunca he comprendido demasiado la veneración que se le tiene, llegando incluso a denominarle "el padre del cine moderno" -y no vamos a entrar en el debate de si existe un cine moderno, un cine posmoderno o, únicamente, un cine clásico progresivo-. Supongo que sí es el padre de algo, de algo de lo que supongo estará orgulloso: es "el padre del cine esnob". Del cine esnob en cuanto cine de "ensayo" y nunca cine de "estética" -"estética" entendida de una manera puramente artística, como proyección misma del arte, del conjunto de todos las artes-.
El baile a seis piernas
Sin embargo, esta noche Banda Aparte me ha dejado una sensación positiva; en realidad varias. Se podrían resumir en: recuerdos al cine negro americano -Hitchcock, Preminger, Tourneur y Fritz Lang (en cuanto hijo adoptivo de Estados Unidos), secuencias inmejorables y muy divertidas, sobre todo el número del baile; el personaje de Franz -quizá el único realmente bien logrado de toda la película- y el final abrupto y fugaz (siento predilección por estos finales). Aunque, también, me ha recordado en ciertos momentos al Godard que tanto detesto: los primeros minutos y, sobre todo, la secuencia de la clase de inglés, llena de principio a fin de referencias sin sentido, frases absurdas, de la pretenciosidad godardiana típica.
En definitiva, una película interesante de un director que, por lo general, no lo es. Y esto es todo por hoy. Me despido con una canción que llevo tarareando durante varios días -supongo que por culpa de los vapores de ginebra que inundan mi apartamento desde que marcharon dos amigos-. Buen fin de semana. 




Atmosphere.- Joy Division

viernes, 26 de noviembre de 2010

Ochocientos veintidós días

Nunca había pensado en colgar alguno de mis relatos o algunos de mis poemas en un blog. Es más, era contrario a ello. No me gustaba la idea de ver algo de lo que había escrito rodando de un sitio para otro, sin una firma que pusiera Rodrigo Simón. Sin embargo, ¿de qué vale eso? Por lo menos, hay una firma. La firma es mi recuerdo, es mi letra, es mi sentido, es mi caos. 
Este relato se llama Ochocientos veintidós días. Quizá fue mi primer relato, en el sentido de unidad, de simpatía hacia él. Además, fue vetado en el concurso de navidad de mi antiguo instituto, y eso siempre será un honor para mí. Espero que a alguien le guste:

OCHOCIENTOS VEINTIDÓS DÍAS
A Héctor


“El amor es una invención humana;
el amor, en la naturaleza, no existe”
André Gide

Han pasado varias horas; sin embargo, es ahora cuando el entierro se me hace insoportablemente real, y no por la muerte de mi vecino, uno de esos vecinos sexagenariamente burgueses —o burguesmente sexagenarios— que te recuerdan tu desencantada derrota con las ancianas falanges de sus dedos, malditamente victoriosas, ásperamente revisionarias y fascistas, y que llevan a cabo su sexual deseo, no puesto en práctica con sus menopáusicas esposas, con bellísimas putas melancólicas, sino por el mismo hecho de morirse.
Así, mientras observo, teniendo en la mano izquierda un cigarro de tabaco negro hecho por maravillosas manos negras y castristas en la isla de Cuba y secado al sol —o a la luna—, el cadáver de un coleóptero comedor de hojas verdes de árboles no caducifolios, poseedor de un progresivo componente corruptivo, que habita una de las esquinas inferiores de una de las paredes de la habitación, pintada de un blanco lleno de suciedad polvorientamente obscura, noto de nuevo ese recelo mortuorio; uno de esos recelos hondos que nos obligan a maldecir en algo, en alguien, y que, para muchos, cambian cada una de las cosas y cada uno de los hechos comunes de un individuo.
Sin embargo, me doy cuenta de que, a pesar de todo, los objetos siguen estando en su sitio habitual; me doy cuenta de que la muerte sólo cambia el estado del cuerpo –no hay nada más que cuerpo- de un ser normalmente vivo; pasa de estar formado por carne en estado pseudoperfecto a estar formado de carne sumamente podrida: las películas siguen ordenadas según mi última preferencia —«Cuento de verano» es el inicio—, los libros según el alfabeto del idioma nagortiano —«¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?» es el principio—, las botellas de alcohol destilado y las de alcohol fermentado según lo vacío de su contenido y las máquinas —en teoría hechas para-ayudarnos-en-nuestra-vida-diaria­– ordenadas según lo aleatorio del azar.
Ayer, cuando falleció el que hubo de ser mi vecino —la esquela lo llamaba Bensant— entré en su casa bajo una penumbra nimiamente traslúcida, después de que su mujer me abriera la mal engrasada puerta. Nada más entrar, entre los sollozos lacrimales de la viuda, vi el cuerpo inertemente pálido y rígido de Bensant. Su hijo —nunca he recordado su nombre— estaba echado sobre el sillón de la sala ardiente, donde estaba el cadáver, leyendo el Cloratopotasiano de Neville.
Me limité a un «lo siento» superficial, pues apenas me importaba la muerte de mi vecino, al que apenas conocía de nada; sólo de las odiosas reuniones de vecinos. El hijo me dio las gracias sin apenas levantarse del sillón. La madre, entre sollozos prácticamente inaudibles, me miraba con unos ojos rodeados de anteojos tintados, así como de ojeras obscuras y cansadas; sostenía, además, uno de esos folletos publicitarios innecesarios que mandan siempre por navidad los grandes almacenes.
Me despedí con un gesto breve antes de salir de la casa del que ha muerto, del cadáver, del difunto, funerariamente dispuesta por la mujer viuda y por el hijo huérfano como forma de ahorro de una cantidad excesiva de dinero pedida, exigida, reclamada por la funeraria «Vermis» de la calle Prigusto Ence de Nagorta, fundada por Carindo Bapal a mediados del siglo veinte; y al abandonarla, junto a un sonido como de perro aterido por el frío, escuché el sonido de un teléfono lejano.
Mientras por mis fosas nasales se introducía una contaminación amoníaca de producto de limpieza, con un cierto hedor a orina caliente, crucé el pasillo. Bajé los cuarenta y ocho escalones que hay hasta mi piso. El conjunto de la luz exterior y la luz interior, artificial y carboníferamente generada dentro de una bombilla de ahorro, dejaba ver una acumulación diogeneica de mierda en esquinas y suelos, pues las limpiadoras contratadas no aparecían desde el pasado nueve de abril; y las plantas, que intentan e intentaban vegetalizar el habitáculo, continuaban marchitándose progresivamente, pudriéndose de manera descontrolada.
Antes de llegar a mi puerta y sacar una de las ocho llaves de mi bolsillo izquierdo, correspondiente a la cerradura de mi casa, una persona sin género me pregunta si soy Bartol Cásbol. Yo le contesto que sí. La persona sin género me dice que mi mujer me devuelve «Corydon» —parecía no haberle gustado las tendencias homosexuales y pederastas del escritor— después de un silencio de cuarenta y nueve segundos, en el que los zumbidos de los mosquitos amartillaron mis oídos. Posó el libro sobre mis manos; pasado un tiempo, la persona sin género se dio la vuelta bruscamente y se marchó murmurando con voz semigrave —o semiaguda— palabras incoherentes, sin darme tiempo a no despedirme.
Entré en casa sorprendido, suspenso, y no hice más que quedarme mirando el espejo del zaguán. Después de ochocientos veintiún días sin saber nada de la que fue mi mujer me parecía extraño que la madre de mis –creo- dos hijos se hubiera acordado de mí por navidad.
Ahora, mientras mis pulmones se ennegrecen, ando pesadamente hacia mi escritorio. Abro la puerta y todo es obscuridad en él y subo las persianas y pienso en algo nítido y me muevo hacia la mesa y me agacho y abro el único cajón de esa mesa y saco varios papeles y una pluma y escribo en uno de ellos «Treinta y uno de diciembre. Ochocientos veintidós días.» y una de mis lágrimas cae sobre un objeto y saco, finalmente, una pistola.
En este momento sólo pienso en Ualra, en hacer disparar la pistola, en los tiempos en los que aún era feliz, en que me equivoqué al decir que me iba a morir de viejo.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Los cigarros no son sólo cigarros

Acabo de apagar un cigarro, después de apurarlo hasta la última mota de tabaco. Sé que no será el último de la noche. Sé que le seguirán  una docena más de compañeros. Sé, también, que nunca voy a dejar de fumar. Me acompaña a todos sitios, ve todas las cosas que hago, está en todas partes -y no hablo de dios, eso se lo dejo a Juan Manuel de Padra-. Es mi compañero más fiel, el que -casi- nunca me abandona. El que proteje mi salón de cualquier atisbo de sanidad, el que proteje mi diminuta casa de la entrada de prohibiciones -en vez de derechos-, de falsas democracias -en vez de democracias-, de falsos socialismos -en vez de...-. Por ello, aunque me roben mis otros refugios con forma de bares, con forma de Johnny Walker "Etiqueta Negra", sé que aún me queda mi refugio de cincuenta metros cuadrados, en el que podré fumar millones de cigarrillos, beber alcohol hasta acabar dormido sobre la página noventa y siete de Los Cantos de Maldoror
[Ed.: Alianza Editorial] -aquella en la que los piojos se hacen dueños de la carne, dueños de la violencia-, para luego despertarme y coger del cenicero un cigarro sin acabar y fumármelo mientras, desnudo, trato de hacerme una taza enorme de café solo.
Hay muchas cosas que pretenden quitarnos. Así, pues, yo seguiré alimentando a mi colonia de cigarrillos, que, hambrienta y humeante, sólo quiere tapar ciertas bocas, ciertas narices, e inundar este marchito mundo con aire de nicotina y sabor espeso. Ese aire que aparece en el cine -de antes-, en la literatura -de antes-, en la música -de antes-, en la fotografía -de antes-, en aquella otra vida.
Sólo os pido una cosa: recordad cómo Humphrey Bogart fumaba un Chesterfield tras otro en Casablanca.


Rick Blaine


jueves, 18 de noviembre de 2010

Recursos de la autodestrucción

Nacidos en una prisión, con fardos sobre nuestras espaldas y nuestros pensamientos, no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos incitara a comenzar el día siguiente...Los grilletes y el aire irrespetable de este mundo nos lo quitan todo, salvo la libertad de matarnos; y esta libertad nos insufla una fuerza y un orgullo tales que triunfan sobre los pesos que nos aplastan.
Emil Cioran
Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso? La consolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogamos. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mismos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría hacerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos al despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?...
Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedirnos nuestra autoabolición. Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento. Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero despertamos demasiado tarde: tenemos contra nosotros los años fecundados únicamente por la presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusiones a las que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin embargo, como hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución un tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar todos los días y, más aún, las noches: ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?
Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto concilio consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a quien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la busca indefinidamente en el futuro...
Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Nadie está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la dialéctica contra el asalto de las penas irrefutables y de mil evidencias desconsoladas? El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estratégico, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces.
Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían creado una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Volcados a una agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestros adioses: el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única - por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento- nos falta, como nos falta el cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella.

De Breviario de podredumbre de Emil Cioran

No es Caspar Friedrich, es Marc Riboud


El abismo que sube y se desborda, como el título de la tercera parte de Lo bello y lo siniestro de Eugenio Trías. El abismo como vacío, no como nada.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Las segundas versiones nunca fueron buenas

Dos versiones de una misma canción: Anywhere I lay my head. La primera es la original, de Tom Waits. Qué decir... Hipnótica, triste, mortuoria, desgarradora, genial. La segunda es una versión de una actriz: Scarlett Johansson. Qué decir... por mi parte, nada (risas). Sólo me gustaría preguntaros una cosa. ¿No creeis que es una pérdida de tiempo tratar de mejorar algo que ya de por sí es perfecto -o casi-? Vosotros opinais, yo escucho -aunque posiblemente también hable, porque estos temas me sacan de quicio, y me gusta polemizar sobre ellos, conversar con vosotros-.

-Tom Waits:



 -Scarlett Johansson:

martes, 16 de noviembre de 2010

De nuevo el pasado compra tu último billete a la nada

Fotograma 1

Fotograma 2

Fotograma 3

Fotograma 4

Fotograma 5

Fotograma 6

Fotograma 7

Fotograma 8

Fotograma 9

Fotograma 10

Fotograma 11

Fotograma 12

Fotograma 13

Fotograma 14

Fotograma 15

Fotograma 16

Fotograma 17

Fotograma 18

Fotograma 19

Fotograma 20

Fotograma 21

Fotograma 22

Fotograma 23

lunes, 15 de noviembre de 2010

El "deseo" según Deleuze

Pequeñas píldoras de su interesantísimo abecedario de pensamiento. Tres píldoras sobre qué es el deseo. Tres píldoras que espero que nos lleven a un extenso diálogo acerca de este concepto tan complejo, tan polémico, tan necesario.

Primera píldora:




Segunda píldora:




Tercera píldora:

sábado, 13 de noviembre de 2010

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Cesare Pavese



Vendrá la muerte y tendrá tus ojos-
esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vidio absurdo. Tus ojos
serán una palabra vana,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando te inclinas sola ante el espejo.
¡Oh querida esperanza,
también nosotros aquel día
sabremos que eres la vida y eres la nada!
La muerte tiene una mirada para todos.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como ver que emerge de nuevo
un rostro muerto en el espejo,
como escuchar un labio cerrado.
Descenderemos al remolino, mudos.

(Pavese, Cesare. Poesías completas. Visor Libros, Madrid, 2000, p. 211)


Una imágen más. La imágen de la muerte como amada. La imágen de la amada como muerte. Un nítido presagio de la muerte del poeta italiano; de su muerte libre.

viernes, 12 de noviembre de 2010

La vida ha de ser más que esto y esto es una mierda


Escuchad esta canción, Caroline Says II del Berlin de Lou Reed, después de haber escuchado las seis primeras canciones del disco y antes de escuchar las tres últimas -el video pertenece al documental de Julian Schnabel, basado en una serie de conciertos en los que Lou Reed interpretó el Berlin de principio a fin, añadiendo tres canciones: Candy Says, Rock Minuet y Sweet Jane-.

Reflexiones: 

1.- El mejor disco de Lou Reed en solitario (y no me olvido del Street Hassle, el Transformer, el The Blue Mask, el Legendary Hearts, el New Sensations y el New York).
2.- No entiendo las malas críticas que ha tenido durante años.
3.- La belleza reside entera en el caos y la oscuridad.
4.- Ver documental de Julian Schnabel para entender de veras lo que significa este disco.

jueves, 11 de noviembre de 2010

William Eggleston: realismo de colores -y, también, de des-echos-.

Rostro de William Eggleston

 No tengo mucho que decir de este fotógrafo que parece poseído por el espectro faulkneriano de la América profunda. Sólo que disfruteis de una realidad, la realidad de Eggleston, maestro del color y de la maravillosa y bella rutina de la basura, de los coches, de las parejas, de los ancianos estadounidenses.

Existe una libertad




 La elegancia en un bordillo


Desnudos de cuerpo y de metal

Espera después del cine

Comida en asientos rojos

Lo que hay debajo de una cama no son monstruos, son zapatos

Juguete roto

Primeras lecturas

El revés del olvido

Un café y dos cigarros

Un altar de América

Al borde del camino

Media televisión dentro de un espejo

Comidas separadas

La libertad de una bicicleta

Caminos que se juntan en la sucursal de un banco



El lunes vi de nuevo 71 fragmentos de una cronología del azar de Michael Haneke. He vuelto a no asegurarme de la veracidad del título. Y vuelvo, dos noches después a hacerme la misma pregunta, "¿Serán setenta y uno los fragmentos?". Tendré que verla otra vez -por tercera vez- para averiguarlo. De lo que estoy seguro es de que los sujetos de la película volverán a tropezarse con el absurdo azar; maldito movimiento del mundo.




El realismo sucio del director vuelve a centrarse en el hastío y rechazo del mundo, en la violencia que no cesa por ser natural "de necesidad". La sangre no solo mana de los cuerpos que mueren; también de aquellos que sin morir quedan muertos por fuerzas de soledad, abandonamiento y espera.




Y, por supuesto, Haneke vuelve a intentar irritarnos con planos largos, muy largos; aunque no lo suficiente como para renegar de ellos. Son pura imágen de rutinas, siempre descarnadas bajo la atenta mirada de un director que observa -y presta sus ojos- con frialdad -casi inhumana-, distanciamiento -casi temible- y documentalidad -¿será el banco que hace esquina con nuestra esquina?- la vida de una decena de individuos hastiados, molestos, iracundos, tristes, finales.
Quien no la haya visto que intente verla; quizá durante 71 fragmentos se sientan cansados de ser hombres; aunque no lo suficiente como para dejarse llevar por el maldito azar.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Stroszek (o la inevitabilidad del rechazo)



Decir rechazo es decir náusea, es decir hastío, es decir odio, es decir la no-existencia; es ser extranjero en la sociedad dada por la obligación de un nacimiento. Decir rechazo es decir apartamiento, es decir soledad, es decir rechazo a la sociedad que ha rechazado; es ser doliente, sufriente, cansado. Individuo que ha dejado de ser en no-libertad. Ahora tan sólo es una imágen que se tambalea de un lado a otro, como imitando el contoneo metalizado de un teleférico atorado de dejadez y de ciertos lamparones de óxido. Es ahora, dentro de esta imágen, donde la libertad de un individuo -llamémosle Stroszek- se revela en forma de escopeta.

Ya no hay nada en el recuerdo




Hacía tiempo que no veía esta pequeña grabación de una de los poetas más maltratados, tanto por sus enemigos como por sus pseudo-seguidores, quienes dicen de él que es el más alto -no como descripción de medidas métricas sino como descripción de medidas literarias- de los poetas malditos -maldita nomenclatura, malditos nomenclatores- de la literatura. Sobre todo, son odiosos los continuos actos de "amor" de los últimos. No deben haber sentido nunca el acceso de vómito que Leopoldo María Panero presenta con sólo escuchar las primeras letras de la palabra "maldito".
Este video contiene un poema de Leopoldo María Panero leído por el mismo Leopoldo María Panero. El poema es este poema:

Aquí estoy yo, Leopoldo María Panero
hijo de padre borracho
y hermano de un suicida
perseguido por los pájaros y los recuerdos
que me acechan cada mañana
escondidos en matorrales
gritando por que termine la memoria
y el recuerdo se vuelva azul, y gima
rezándole a la nada porque muera.

El poema ya no es nada, ya no es recuerdo sino en su voz; en su castigada voz de fumador de cigarrillos eternos -"Fumo mucho. Demasiado./ Fumo para frotar el tiempo y a veces oigo la radio/ y oigo pasar la vida como quien pone la radio./ Fumo mucho. En el cenicero hay/ ideas y poemas y voces/ de amigos que no tengo. Y tengo/ la boca llena de sangre, [...]"-. Ya no es nada como tampoco es nada el loco que castiga los folios en blanco buscando que los bolígrafos se agrienten entre sus dedos, se difuminen como tinta azul ya seca. Sigamos con nosotros, seamos un poco Leopoldo María Panero.