Acabo de apagar un cigarro, después de apurarlo hasta la última mota de tabaco. Sé que no será el último de la noche. Sé que le seguirán una docena más de compañeros. Sé, también, que nunca voy a dejar de fumar. Me acompaña a todos sitios, ve todas las cosas que hago, está en todas partes -y no hablo de dios, eso se lo dejo a Juan Manuel de Padra-. Es mi compañero más fiel, el que -casi- nunca me abandona. El que proteje mi salón de cualquier atisbo de sanidad, el que proteje mi diminuta casa de la entrada de prohibiciones -en vez de derechos-, de falsas democracias -en vez de democracias-, de falsos socialismos -en vez de...-. Por ello, aunque me roben mis otros refugios con forma de bares, con forma de Johnny Walker "Etiqueta Negra", sé que aún me queda mi refugio de cincuenta metros cuadrados, en el que podré fumar millones de cigarrillos, beber alcohol hasta acabar dormido sobre la página noventa y siete de Los Cantos de Maldoror
[Ed.: Alianza Editorial] -aquella en la que los piojos se hacen dueños de la carne, dueños de la violencia-, para luego despertarme y coger del cenicero un cigarro sin acabar y fumármelo mientras, desnudo, trato de hacerme una taza enorme de café solo.
Hay muchas cosas que pretenden quitarnos. Así, pues, yo seguiré alimentando a mi colonia de cigarrillos, que, hambrienta y humeante, sólo quiere tapar ciertas bocas, ciertas narices, e inundar este marchito mundo con aire de nicotina y sabor espeso. Ese aire que aparece en el cine -de antes-, en la literatura -de antes-, en la música -de antes-, en la fotografía -de antes-, en aquella otra vida.
Sólo os pido una cosa: recordad cómo Humphrey Bogart fumaba un Chesterfield tras otro en Casablanca.
Rick Blaine |
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